Llonguet

Después de la memorable noche en el Forn Casanovas del Poble Nou con Agustín, el panadero, he aquí un pequeño homenaje al llonguet a modo de breve estudio anatómico.

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El llonguet es un panecillo regordete, abultado, que quiere salirse de sí mismo, pariente del pain fendu francés, pero con una elaboración diferente. Si el pain fendu se elabora con una profunda hendidura (como dice el nombre, vaya) y posterior plegado de los lados, el llonguet es fruto de un pliegue y enrollado cuidadoso. La corteza es crujiente, aunque permite un bocado fácil, imagino que de ahí su popularidad para el bocadillo del almuerzo y la merienda.

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La parte inferior es casi tan característica como su icónica greña longitudinal. La base del llonguet tiene una preciosa hendidura central con forma de huso. Si todo el llonguet es extremadamente ligero y suave al tacto, este canalillo inferior es casi terciopelo de harina; una leve presión con el dedo vence esta capa de corteza clara y delicada, como si fuera un bizcocho de soletilla.

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Desde el día que lo vi en el escaparate del Forn Casanovas, lo que más me llamó la atención fue esa corteza con líneas que imitan los anillos de la madera o los estratos del suelo. Al enrollar el llonguet, las capas de masa van componiendo este increíble motivo.

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Y, por fin, la textura del llonguet. Es un panecillo ligerísimo. Sorprende desde el momento que lo sostienes en la mano; parece que fuera a estar hueco, y es que la miga es tan suave y ligera.

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Al cortarlo, se puede ver claramente cómo está elaborado el pan y cómo ha crecido con el calor del horno y el contacto con la solera de piedra. En la imagen se aprecian las características más típicas del llonguet: la gran cantidad de corteza en relación a la miga; lo aireado y ligero de la miga; y el peculiar enrollado que crea la abertura central.

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A la búsqueda del Llonguet – Una noche en el Forn Casanovas

Barcelona es un sitio de pan; lo había descubierto mucho antes de dar cursos. Recuerdo que trabajé una temporada en Sabadell. Allí tenía una compañera, Judit, que se levantaba de la silla cada mañana a las 11:30 a comer el bocadillo del almuerzo. No necesitabas reloj para saber qué hora era: cuando ella se levantaba, eran las 11:30. Siempre me ha sorprendido esta pasión por el entrepà, desconocida (o perdida, tal vez) en Bilbao. Cuando empecé a dar cursos, aprendí muchísimo de las tradiciones de aquí, de sus panes y de sus gentes. Uno de los panes que se nombra con frecuencia es el llonguet. Curiosamente, nunca es la gente joven la que lo nombra, siempre es la gente de un par de generaciones atrás; parece que en el recuerdo de muchos catalanes está el llonguet de los bocadillos de su infancia.

Yo nunca había oído ese nombre ni visto un llonguet hasta que un día, volviendo de comprar fruta, me topé con él en la panadería de debajo de casa, el Forn Casanovas, en la calle Castanys, al lado del mercado del Poble Nou. Ahí estaba: pequeño, regordete y con una greña que se abría con gran belleza. Durante unos meses he mirado el escaparate de la panadería con admiración, incluso los he comprado, para abrirlos, como quien observa con curiosidad el funcionamiento de la maquinaria de un reloj.

Por lo que he podido ver y oír, el llonguet está de capa caída, ya no es tan fácil encontrarlo en cualquier panadería, y la gente joven muchas veces ni lo conoce ni lo come. No sería raro que, con el tiempo, fuera otro de esos panes que acabe por desaparecer. Después de un tiempo de pensarlo, me he propuesto hacer un pequeño homenaje al llonguet (como hice en su día con cosas bilbaínas como el bollo de mantequilla o la Carolina). El otro día hablé con el panadero, Agustín, y le pregunté por el llonguet. Él me invitó a pasar una noche en la panadería a su lado, viendo cómo elabora los llonguets y el resto de panes.

El Forn Casanovas es un lugar increíble. Por fuera parece un pequeño despacho de pan sin más, en una pequeña calle, con un pequeño mostrador; pero en cuanto entras al obrador todo cambia, es como trasladarte a otro tiempo. La panadería ha ido pasando de generación en generación. El abuelo de Marta, la propietaria actual, la compró a un panadero, así que es un lugar centenario. Agustín trabaja solo aquí cada noche; cuando ya han cerrado hasta los bares, empieza su labor de artesano. Lo más sorprendente es que su modo de hacer pan también es el de antes. Al entrar en la gran sala del obrador sorprenden los grandes armarios con ruedas e inmensos cajones donde fermenta la masa (no hay cámara de fermentación ni maquinaria sofisticada alguna, aparte de una máquina para dividir la masa). La primera amasadora que usa es «La frigeriana» de Talleres Petit, ni sabe calcular los años que tiene, me contó que hasta se la quisieron comprar para un museo. Es una maquina bella, en vez de una espiral tiene una especie de horquilla, como si fueran los cuernos de una extraña res. En la parte inferior de la gran cubeta para más de 100 kilos se pueden ver los dientes que usan los engranajes para hacer girar todo el mecanismo.

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Agustín pertenece a una casta de panaderos que está desapareciendo: la de los artesanos de antaño. Empezó con 14 años de aprendiz y, con más de 50, conoce su oficio al dedillo. Uno se podría pasar no una, sino cien noches escuchándole, observando y aprendiendo. Me cuenta que, en su día, el obrador tenía 6 panaderos, y de hecho existe un segundo horno abandonado en el sótano.

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Cuando llegó de Sevilla siendo niño, aprendió el oficio y los panes de aquí; cuenta orgulloso como su pa de pagés tiene una textura excepcional. Llegado el momento, se entretiene en explicarme la manera tradicional de enrollar la masa de llonguet, en espiral doble; y las nuevas maneras, con un pliegue sencillo (como de hojaldre) y enrollando cuidadosamente la masa en un apretado cilindro. El resultado es ese panecillo que se abrirá en el horno de manera espectacular. El llonguet es el primer pan que entra al horno, cuando éste está más caliente y seco: así consigue un pan ligerísimo, con una corteza mate de un precioso color y unas líneas como «aguas» que me siguen sorprendiedo igual que la primera vez que los vi.

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Así nos pasamos la noche, conversando; de vez en cuando me cuenta de los panes de Córdoba o Sevilla, de sus recuerdos de niñez. Como panadero le gusta crear especialidades, ahora mismo está haciendo un pan plano que fermenta 3 veces, el pan va cogiendo sabor y, por lo que me dice, gusta mucho. Lo veo desgasar este pan y volverlo a poner en su bandeja, dentro de otro armario de madera. También me enseña la forma tradicional de plegar un bollito de Viena. Toma la esquina de un trocito de masa aplastada, y lo va remetiendo con rapidez, mientras lo gira con la otra mano. Me dijo que, antes de que se usar el marcador metálico de Vienas, a los panaderos les daban 20 céntimos por bollito. El marcador, siendo un objeto de una belleza especial, simplemente aprieta la masa, pero que no le otorga la textura del plegado.

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Ver trabajar a Agustín es más que entretenido; es como una hormiga, no para un solo momento. Entre masa y masa, baja al lugar donde está el horno para comprobar la temperatura, ajustar la humedad, etc. Por fin, una vez que ha acabado de preparar las masas, llega el turno del horno.

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El horno del Forn Casanovas es espectacular. Es un Sebastiá con solera rotatoria, una especie de inmensa rueda de molino de más de 3 metros de diámetro que se mueve al accionar un volante de acero. Para meter y sacar los panes se usan unas palas con una pértiga de más de 2 metros y medio. Manejar un horno así no es fácil, hay que girar la solera cada vez que metes el pan, y hacerlo de una manera que sea lógica y que haga posible la cocción homogénea de la hornada y su fácil extracción posterior. Nunca mejor dicho, es un asunto que tiene mucha miga.

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El momento del horno es de una actividad que roza el frenesí; no sé ni cuantos cientos de barras pude contar. Las barras, los medios, los cuartos, las integrales, las sin sal, los redondos, etc. Según va marcando el pan, me cuenta las diferentes maneras de hacerlo. Por ejemplo, en el Forn Casanovas él suele hacer las barras con una greña corta, pequeña, que es más suave para la dentadura de los clientes (y, claro, les gusta más); en algunos panes hace un marcado que siempre me ha parecido elegantísimo. Marca el pan y después lo deja fermentar, con lo que al hornearse no se rompe, sino que crea unas ondulaciones muy características.

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El pa de pagès tiene una forma especial; al formarlo se bolea suavecito, con un movimiento que requiere de una pericia especial, sin apretarlo demasiado, pero dejándolo lo suficientemente tenso como para que se abra sin perder la forma circular. Agustín lo hace con una sola mano, en un par de rápidos gestos. En el horno se cuede «boca arriba», al contrario de la mayoría de los panes, entonces es cuando se abre creando esa corteza tan espectacular

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Sin darme cuenta han llegado las 6 de la mañana. Es más, Agustín me dice riendo que, debido a la charla, ha acabado algo más tarde de lo habitual, e incluso que algún pan (como los llonguets, precisamente) ha salido un pelín sobrefermentado.

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Según amanece, una vez recogido y colocado el pan en las estanterías, se apaga la luz del horno. Sin ninguna ayuda, el horno mantendrá los 200º hasta la próxima hornada.

Ya en casa, de día, antes de acostarme, me invade una sensación extraña. Por un lado, la plenitud por el privilegio de haber estado en compañía de un artesano como los de antaño; por el otro, la inquietud de ser testigo de unos gestos y unas maneras de hacer que desaparecerán cuando Agustín se tome una merecida jubilación dentro de unos años.

PD: Acompañando a esta entrada, he hecho un pequeño homenaje al llonguet, aquí.

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Tostada de brioche

Desayuno de pie en la cocina, apoyado en la encimera de mármol.

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Ando haciendo pruebas, adaptando recetas y corrigiendo cantidades e ingredientes para el taller de la semana que viene en el Espai de Cuina SU2311, así que tengo la cocina llena de mantequilla. Todo lo demás es una excusa para la mantequilla.

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En la imagen, unas pruebas de croissants recién sacadas del horno, unos brioche à tête y unas pruebas que hice con la masa de baguette con pâte fermentée que propone Jeffrey Hamelman en su increíble libro BREAD (la pâte fermentée se deja fermentar 16 ó 18 horas a temperatura ambiente -en Barcelona, menos- y lleva tan sólo el 0,25% de levadura; de hecho, para mi prueba tuve que apañármelas para pesar 0,3 g de levadura).

El brioche de la tostada es la misma masa que los à tête de la segunda foto; un brioche canónico: mitad de mantequilla por peso de harina (o sea, medio kilo de mantequilla por kilo de harina, ahí es nada), huevos como único líquido y azúcar un poco por encima del 10%. Lo gordo es que está salado igual que un pan normal por lo que, entre la textura y la mezcla de sabores dulce y salado, es bastante flipante, y en tostada ya es pecaminoso.

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White Italian

Vamos, que este pan ni es italiano ni sigue la receta del White Italian de Ottolenghi, pero tiene el mismo espíritu, un pan rústico de masa muy hidratada, con un toque de malta rubia y mucha masa madre. La acidez de la masa madre contrasta con el dulzor de la malta, la puse al 2%;  no sabe a malta pero hay un toque ahí increíble (y la corteza se tuesta en seguida).

No obstante, lo hice en honor y recuerdo a las noches de Londres. Desde que he vuelto, cada vez que hago pan no puedo evitar sorprenderme en los gestos que cogí allí. Este pan se empaqueta como un regalo, con cuidado, juntando las puntas de la bola de masa, pero no demasiado prietas, para que no se desgase y pierda la gracia. Una vez hecha la pelota informe (ahí está la gracia, en su toque rústico), se deja reposar boca abajo, después en su banastillo y, finalmente, se cuece boca arriba (o sea, con el pliegue al aire, al contrario que la mayoría de los panes).

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El sabor quedó muy bueno, la textura bien abierta, aunque podía haber estado mejor, lo que pasa es que el centro del pan está hecho con recortes de masa un poco dañados. De esta masa también hice unas chapatitas, de esas que comes tan tontamente.

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Lahmacun

Nuevo avance hacia el lahmacun perfecto (a la espera de tener un horno de leña, claro). Esta vez me centré en el picadito. Carne de cordero picada, tomate, cebolla, pimiento verde, perejil, comino, sumak, pimentón, aceite de oliva. El comino y el pimentón (con mucha medida, nadie nota que están allí) han introducido un importante toque de sabor que faltaba.

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La masa era finísima y elástica, perfecta para poder envolver un poco de ensalada dentro del lahmacun si te apetece. En la foto ha quedado un poco amarillo, en realidad era más rojizo.

Con el tiempo, he visto que el lahmacun y el rasmalai deben de estar entre las cosas que más me gustan, ya que son las que más veces he publicado. Sin duda, el lahmacun es la masa-tipo-pizza (por así decirlo) que más me gusta.

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Cursos de pan para otoño: Valladolid, Busturia, Barcelona, Tarrasa y más

Con el nuevo diseño del blog, he incorporado una página donde pongo los cursos de pan que doy. Se ha convertido en una inesperada y extraordinaria rutina. Aún me resulta curiosa la sensación de ir a un lugar a hablar de pan, a compartir técnicas, trucos y enseñanzas. No obstante, el increíble entusiasmo que me encuentro siempre, sin excepción, hace que sea una de los momentos más especiales de toda la semana.

CentenosReposando

Además de seguir colaborando con el Espai de Cuina SU2311 y Bons Focs, sitios donde he conocido gente increíble y he pasado momentos memorables, este otoño voy a dar cursos «extraordinarios» en otros lugares.

El 17 de octubre, sábado, voy a ir por primera vez a Valladolid, a la Escuela de Hostelería Alcazarén. Allí daré el curso de introducción a la panadería artesanal que hemos repetido siempre con mucho éxito en Barcelona y Tarrasa: un taller 100% práctico y dirigido a todo el público: técnicas, masa madre, fermentos, etc.

El 24 de octubre vuelvo a casa, y va a ser algo muy especial. Dentro del ciclo de actividades «¿Qué nos da la biodiversidad?», del Centro de la Biodiversidad de Euskadi, Torre Madariaga, he preparado el taller de iniciación al pan artesano en el que enseñaremos todo lo referente al pan hecho como antaño, pero además haremos un énfasis especial a los secretos y pequeños misterios que encierra el maravilloso mundo de la microbiología del pan. En un sitio de ensueño, en la reserva de la Unesco de Urdaibai, va a ser un día memorable.

En el Espai de Cuina SU2311 hemos preparado un otoño con nuevos cursos, poniendo énfasis en el lado más hedonista del pan, e intentando que los desayunos nunca vuelvan a ser los mismo. El 10 de octubre: brioche, croissants y masas dulces. Y el 21 de noviembre, panes de desayuno. Además, el lunes 2 de noviembre haremos una nueva repetición del curso de introducción a la panadería artesanal, para los que se lo perdieron la última vez. Más información en su web.

En Bons Focs, el 31 de octubre haremos un taller intensivo de día entero, para profundizar en el dominio de diferntes tipos de másas; aprendiendo técnicas avanzadas y nuevos secretos del pan. El 21 de diciembre, justo a tiempo para la navidad, hemos preparado un curso de panes navideños donde haremos roscón de reyes y panettone. Más información en su web.

Además de estos talleres, estoy preparando nuevos cursos y talleres en otros sitios, así que va a ser un otoño movido. Por otro lado, entre las cosas que tengo en mente, además de retomar viejos proyectos, espero que los amantes del pan de Barcelona nos podamos juntar pronto en un «Segundo encuentro de panarras de Barcelona» que tenga un poco más de éxito que el primero (fuimos pocos, pero muy buenos).

Por cierto, en la imagen dos pancitos de centeno reposando antes de ser formados.

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Tagliatelle alla bottarga

Con aceite de oliva, ajo, un poco de chile y mojama de huevas de mújol rallada (vamos, bottarga di muggine).

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La mojama de huevas de mújol (de San Pedro del Pinatar, donde los preciosos flamencos) es sorprendentemente suave, con el calor de la pasta se deshace y queda una sensación sedosa. Una pena que la pasta no fuera muy buena.

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