Por fin estoy en Barcelona.

Bueno, realmente hace días que estoy en Barcelona, pero he tenido problemas técnicos (técnicos de mi ignorancia acerca de WordPress y familia) que me han impedido contar mis cosillas por aquí últimamente. Una vez medioapañao el tema (y mientras preparo mi nuevo blog), os invito a tomar una leche merengada en El Tío Ché, aquí mismo en el Poble Nou.
O un chocolate con churros en la Xurreria Rosita, en Mataró. Allí sí que saben hacerlos, son ligeros y crujientes, ¡y no les echan azúcar!… te la pones tú en la mesa si quieres. Un lugar digno de peregrinación.

Casi sin saberlo, desde que he vuelto de Londres me siento atraído por cosas sencillas y tradicionales, muchas de ellas procedentes de otro tiempo. La horchata, la leche merengada, los barquillos, los churros. Hace tiempo que desarrolle una teoría doble, que vale tanto para el mundo de lo dulce como para el de lo salado, algo así como «el axioma del chocolate y el queso». Mi idea fundamental es que el chocolate (siendo algo maravilloso que adoro) ha destrozado la dulcería y la repostería. Cualquier mal producto se envuelve en chocolate para disimular la falta de maestría o la baja calidad de los ingredientes. Según pasan los años, los mostradores de pastelerías van perdiendo en variedad (cada pocos años muere una vieja especialidad que ya nadie pide), y cualquier producto es susceptible de ser chocolatado (por baño, relleno, cobertura, etc).
Por supuesto los gustos van y vienen; ahora no comemos las cosas que fascinaban en el S.XIV, y no por capacidad y poder de disponer de cualquier alimento, sino por mero cambio de costumbres y modas. Siendo esto algo normal, me da mucha pena. Creo que, de alguna manera, el gusto se está haciendo cada vez más tosco, sólo saciable con sabores que lo llenen, como el chocolate; la canela, el limón o el cabello de ángel lloran su triste canción. (El clavo y el agua de azahar hacen los coros).
Todo lo dicho arriba vale para la invasión del queso. Soy un amante del queso, un verdadero loco del lácteo, pero me apena ver como la falta de imaginación se suple con queso: fundido, en daditos, en polvo, algo terrible para la diversidad de la gastronomía, una plasta que va reduciendo la variedad de sabores y la sutileza o sencillez de muchas preparaciones. (El día que vea un bacalao al ajo arriero con gratinado de queso tal vez sea el día que lo deje todo y me decida a hacer la revolución.)
Pienso todas estas cosas mientras bajamos a diario al Tío Che a tomar leche merengada…ese sabor que es la base de tantos postres de toda la vida… cosas humildes y sin demasiadas pretensiones como el arroz con leche, las natillas, las torrijas…cosas que perviven de un tiempo anterior, antes de que la abundancia del chocolate lo embadurnara todo. Cuando disfruto con estas cosas, sencillas en su preparación, pienso cómo la comida tiene una capacidad obvia, la de descubrirnos otros lugares y transportarnos allí. Pero puede hacer algo aún más increíble: llevarnos a otro tiempo cuchara en mano.
* En El Tío Che dan cosas increíbles, como granizado de cebada, o combinaciones de los refrescos más tradicionales, que dan curiosas mezclas, como el «Mig i Mig» o el Cordial.
Lugares de peregrinación allá
Pero no hay que irse lejos para encontrar lugares fascinantes, auténticas mecas.
Lugares como el portal de Santos, en Torrelavega.
Por lo que he podido ver, no es muy conocido que en Torrelavega se hace uno de los mejores hojaldres (el mejor de los que yo he probado). Y, de hecho, hay muchos sitios allí que lo hacen excepcional, hasta existe una cofradía del hojaldre que cuida de que así sea. Sin embargo, para mi hay un lugar mágico, especial…el portal de la pastelería Santos (hay otra pastelería Santos que no está dentro de un portal, la originaria, según creo).
Se trata de un lugar «inconspicuo» según diría un inglés; tan sólo la continua salida de clientes con paquetitos amarillos la delata. Después de entrar unos metros en el portal (un auténtico portal, de una casa, vamos) se desciende una escalera que, emborrachándote de aroma a mantequilla, te lleva a un templo del hojaldre, donde puedes ver como hacen las polkas , los almendrados, los lazos, las tartas de moka, ahí, delante de tus ojos. Hace poco han puesto una manpara entre el mostrador y el obrador, como en la canción de Kiko Veneno (que no nos deja olernos) y la cosa ha perdido, pero aún así estoy seguro de que es uno de los recuerdos que me llevaré al otro barrio. El portal de Santos.
Hay también en Torrelavega, el reino de la mantequilla, otro sitio escondido al final de un callejón, un pequeño despacho que sirve los sobaos favoritos de mi familia y amigos allá, Casa Carral.
Los sobaos de Casa Carral no son los que más mantequilla tienen (para eso ya están los de El Macho), pero son excepcionales en su sencillez y en lo suave de su masa. Un día, charlando con la dependienta, me enteré de que los de tamaño grande llevan más cantidad de mantequilla en la masa, para que sean más jugosos. El problema es que al tomarte dos de los grandes, sin darte cuenta, te has comido 6 de los normales. También venden unas galletas de mantequilla míticas y quesada. Un lugar de peregrinación, Casa Carral.
Lugares sencillos, cotidianos, inconspicuos; lugares de peregrinación.